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octubre 06, 2020

Confesión de narrador testigo

La historia de J podría estar en Netflix, ser una película de suspenso o un documental aleccionador. 

La violencia tiene esa particularidad, atrae masas. 

Yo, la verdad, creo que es un caso para estudiarlo desde estas pseudociencias actuales: ella pertenece a una familia donde la violencia de los hombres y la sumisión de las mujeres es un ciclo doloroso.


La madre de J no la quiso. No había una razón aparente. J nunca se lo reprendió, de hecho se comportó como una hija digna y la atendió hasta su muerte. Pienso que J cree que su madre la quería a su modo. Esa justificación torpe para aquellos que le huyen a la verdad que los abofetea.

J fue la menor de dos hermanas, la consentida de la abuela, la protegida de la tía, la débil, el patito feo. Su padre, un alcohólico, se había separado de la madre, lo que significaba que de las hijas también. Ya sabes, esos hombres que engendran hijos pero desconocen de responsabilidad parental. J vivía en su universo femenino con poco, incluyendo los sueños. Su madre pronto se buscó otro hombre, dijo que se enamoró. Tú sabes, esas pobres de espíritu que confunden hambre y necesidad con retribución sexual y sobras de cariño. El caso es que dejó a las hijas a cargo de la tía y de la abuela. Hubo menos hambre, por fortuna, la tía trabajaba en una fábrica y la abuela cosía y se ingeniaba en la cocina para tener siempre algo caliente para las niñas. Sí, J y su hermana fueron niñas abandonadas por la madre.

La madre se unió a otro alcohólico. Era de esperarse. Le parió seis hijos. La abundancia solo estaba sobre la cama. A la muerte de la abuela, J y su hermana quisieron vivir con su mamá. Estaban más crecidas, ya la adolescencia les hablaba de cambios. Su madre decidió por el marido. No, no podían vivir con ella, no podían ser parte de esa familia.

La nueva familia de la madre de J estaba conformada por cuatro hijas y dos varones. El marido era intermitente. Solo pasaba temporadas en la casa, entre las borracheras y los trabajos a destajo llegaba al hogar en ocasiones. Oportunidades nefastas donde violó a cada una de sus hijas. Pero esa es otra historia.

J creció entre ese desamor. Se hizo mujer deambulando de una casa a otra. Nunca se sintió que pertenecía a algún lugar. Desconocía el significado de la palabra hogar. Por supuesto la vida siguió y J se enamoró, salió embarazada y se casó con un hombre que nunca la quiso. Siguió con hambre, siguió con sueños truncados, con la novedad de los golpes del marido y una familia creciendo. Los infortunios crecen, como la mala hierba. Tres hijos creados entre esa duda de no saber qué es el amor y cómo se construye. Habrás de suponer... Sí, tres hijos con problemas para dar y recibir amor.

Si conocieras a J nunca te imaginarías por todo lo que ha pasado. Es de esas mujeres que andan con la tristeza a cuestas pero trajeada de falsa felicidad. No le gusta escarbar en su pasado, no mira de frente el dolor, pero se interesa en la vida ajena y solo habla de los demás. No enfrentar la propia vida incluso resulta un problema.


Esta historia será una novela. Tal vez deje reposar todos los cuentos que sé y pueda construir un libro de ficción que traduzca la realidad de esa mujer que ha entendido el amor a sorbos chiquitos, con puños, cachetones y muchas lágrimas.

La verdad no sé si como narrador pueda mantenerme ecuánime. Sin embargo creo que hay una historia de violencia hacia la mujer, de desamor, de terribles circunstancias familiares digna de ser contada.

Ya veré.




junio 12, 2020

El cactus

Los miedos vienen en todas las tallas. Si haces una lista los encontrarás tan diversos como los gustos gastronómicos: algunos serán más amargos que otros. Yo misma los clasifiqué hace algunos años de acuerdo a varios criterios. Por condiciones y situaciones específicas, por aspectos fuera de control. Hoy me he amigado con un par de mis miedos y en ocasiones los invito a pasar un rato juntos. Por fortuna, siempre salgo distinta cuando terminan su visita.



Reviso mi bloc de notas:

V. vino a mi consulta hace dos semanas. Tenía ataques de pánico, sufría insomnio y me confesó en un toque sarcástico que había decidido automedicarse: media botella de ron y un par de antihistamínicos. Receta perfecta para dormir durante seis horas, Doc., ya le digo, es una maravilla.

Ella está casada. Cumplió tres años justo el día después del suceso, ya hace un mes. Me confiesa -ella siempre usa ese verbo al iniciar las respuestas a mis preguntas en la sesión – que lo ama, pero que su dolor está superando al amor de pareja que venía sintiendo por Arturo. 

V. lo llama con un tono de desprecio, “El Rey Arturo, el gran cobarde”.

Ella lo conoció en una estación de tren. Ella acostumbrada a llevar un libro, justo ese día cuando el trayecto iba a ser el doble del usual cambió de cartera y no metió otro. Como una ávida lectora sintió que sería un viaje intolerable, de seguro más largo de las tres horas pautadas. Sentía rabia consigo misma por su olvido. Asegura que tiene libros de todos los tamaños para que quepan en todos sus bolsos. Entonces allí estaba ella, aburrida viendo por el ventanal los paisajes que aparecían veloces y de vez en cuando observando la gente a su alrededor. Y allí estaba Arturo, en el asiento de la hilera derecha viendo alejarse los campos, con un libro sobre el regazo y dormitándose a ritmo mientras golpeaba suave su sien, de vez en cuando, con el paso del tren entre las vías chirriantes.

V. me contó que se dio cuenta de esa salvación dejada al antojo de un lector ocasional, alguien que ni siquiera sostenía con fuerza ese libro apetecible. Intentaba ver el título, pero el ángulo no lo permitía. De repente el tren aminoró la marcha y el pasajero sentado al frente del lector descuidado se levantó y salió del vagón. Ella rápida se ubicó en ese asiento. 

Dio una exhalación. Estaba la contraportada y solo veía un pequeño recuadro y una foto de una mujer sonreída con los brazos cruzados. V. me cuenta que en ese momento se dijo en voz muy baja: espero haya valido la pena. 

Arturo no era muy adicto a la lectura. En opinión de V., él lee para dormir, es decir, el libro como artefacto soporífero, y en aquella ocasión había comprado el primer libro que vio en la librería de la estación con el objetivo de pasar las tres horas aminorando su miedo a los trenes.

V. me ha contado la lista de miedos de su esposo. Nada que no haya conocido en otros pacientes. Claro, en el caso de V., hay un miedo que desató la cobardía de Arturo y eso le resulta a ella imperdonable.

Volviendo al momento del tren y del libro que se iba resbalando entre el regazo de aquel hombre que se convertiría en el marido de V., ella aprovechó esa curva que veía por la ventanilla que iba a tomar el tren para atajar aquel libro bamboleante.

Suave, así cayó entre sus manos. El hombre, Arturo, ni se inmutó, ya estaba profundamente dormido. 

“Atrapa tus miedos y libéralos con Amor”, leyó V. a viva voz. ¿Por qué? ¡Qué fastidio, otro librejo de autoayuda!, me cuenta que pensó en el instante. Pero ya estaba hecho, lo tenía, debía leerlo. ¿Acaso era peor que estar sin leer nada? Comencé y pasaron dos horas y cuarenta y cinco minutos hasta que se despertó el dormilón, me vio el libro, yo le dije que se le había caído, que no quería importunarlo, que no gracias, que no se molestara, que no lo quería, que insisto que no, que no importa, que era para pasar el tiempo, que detesto los libros de ese tipo, que bueno había sido un poco curioso lo que decía, que gracias, que de nada. Mi nombre, su nombre, un café al bajarnos en Montmartre y ya… una historia simpática de amor que empezaría a nacer dos semanas después.

Así lo resume V., ahora con un tono melancólico, ese típico de cuando se anda entre el desamor y la decepción.

De la vida de un hombre temeroso al suceso que trastocó la vida de V. es mucho lo que hay qué analizar. Hoy ella está enfrentando su propia situación, está batallando con los nuevos miedos que surgieron y parecen adueñarse de ella ahora. De Arturo, bueno, quedó en venir a consulta, pero ir al loquero está entre su listado de miedos.


Aquella mañana V. estaba feliz porque iba a recibir la entrega del pedido que había encargado hacía una semana. Ella se había antojado de ese Ferocactus Stainessi enorme. Ya tenía dispuesto el lado del jardín donde lo iba a ubicar, alejado de la piscina y del área social, pero en una posición donde podía destacarse como quería. V. era fanática de los cactus: de espinas largas, cortas; Suculentas; globosos, columnares. Tenía alrededor de ciento veinte en todas las áreas de la casa. Claro, los de espinas estaban distribuidos de forma estratégica por todo el jardín, en los ventanales frontales y en la entrada principal.

Eran las 10:17 de ese martes de mayo. Tocaron desde el portón trasero y fue a abrir. Allí estaba, sobre una carretilla esa biznaga de barril magnífica en una maceta de cerámica con dibujos del desierto en tonos amarillo y naranja. Dos hombres venían a hacer la entrega. Trasladaron con comodidad la grandiosa planta, la ubicaron donde quería V. y se marcharon por donde entraron.

V. parecía una niña con juguete nuevo. Quería tomarle una foto para sus registros. Ella llevaba una agenda con los nombres de todas sus plantas y la fecha cuando había llegado cada una a la casa. Era su registro de nacimiento, como le gusta decir todavía.

Fue al estudio donde había dejado el celular, lo tomó, activó la cámara y se dirigía rápida al salón para volver al patio. Cuando llegó a la sala rumbo a la cocina para salir afuera, dos hombres la sorprendieron y la empujaron al sofá. Empezaron a golpearla y a arrancarle la ropa. V. gritaba, se movía con desesperación para zafarse, pero uno de los hombres sacó un puñal y le gritó que se callara porque de lo contrario moriría. Le dio un puñetazo que le hizo estremecer el cerebro, o eso sintió, que su cerebro había chocado entre su cráneo. El hombre más alto le arrancó la ropa interior y la penetró con fuerza dando un alarido desgarrador. V. lo golpeaba y el otro hombre le sostuvo los brazos con fuerza. De repente se oyó el ruido de un golpe cerca de la ventana. Los hombres se detuvieron y salieron escapando por donde entraron: el portón trasero que había quedado abierto.

V. lloraba con fuerza y gritaba enloquecida. Por la puerta principal aparecía Arturo con rapidez y sobrecogido, tenía la mano llena de tierra y sangre. La maceta con el cactus erizo que estaba en el saliente del ventanal se había roto.


Releo en mis notas: ¿Cuánto tiempo fue Arturo testigo tras las cortinas de la violación de su mujer? ¿Tumbó la maceta adrede para espantar a los perpetradores? ¿Pudo más su miedo que su coraje para defenderla?

mayo 08, 2020

La vida que fluye en Facebook

Debo confesar que paso por Facebook muy de vez en cuando.

Eso de andar fisgoneando la vida de mis amigos no me satisface mucho. No se me da estar horas viendo quién cambió de estatus, cuántas sentadillas hizo esa amiga de nalgas como roca; cuántas empanadas se comió a las 12 de la noche ese gordito adolescente que permanece en mi amigo cincuentón. No, no me interesa.

De hecho no entiendo mucho el porqué habría de admitir a gente que no es amiga mía en la vida real. Eso lo he dicho antes: amistades,  aquellas de los abrazos en tiempos prepandemia.

Y lo reitero esta red social solo me enlaza con mis afectos. Pero a veces resulta que Facebook viene a notificarme información que no esperaba...

Hace dos días me avisó que había muerto una querida alumna-amiga. Hoy me recuerda que estaría cumpliendo años uno de los amigos más queridos de mi hijo.

Esta red es, no sé, así lo siento hoy, la portadora de malas noticias y el apunte fidedigno de que la vida es una ratico.

marzo 23, 2020

Tricotilomanía

La primera vez le quedó una pequeña muestra de sangre en sus dedos. Fue una sensación extraña. Algo en ella le produjo satisfacción más allá del dolor. Para ese momento no podía entender que esa acción repetitiva la iba a conducir a un trastorno mayor que crecería tanto como su cuerpo.
De ser una niña tímida y huidiza, se transformaría en una mujer insegura, siempre adolorida.
Solo después de muchos años pudo saber el nombre de eso que se hacía a sí misma, a hurtadillas y en secreto, dentro del baño, en el patio del colegio, en el descanso de la jornada laboral.
Lo supo cuando su pasado le pesaba tanto que quitarse su propio cabello era un alivio que la hacía sentirse menos culpable. Aquella violación la había marcado en esa edad donde las heridas del daño se hacen grietas que se mantienen abiertas toda la vida.
Cuatro años. 28 años. Su cabello, su cuerpo, su yo repleto de dolor.

diciembre 18, 2019

Mi madre, la que escribe

A mi madre no le gusta García Márquez. Me dice que habla mucho... que ella se enreda. A ella le gusta Irving Wallace. Lleva tres libros de él, leídos con pasión. Me cuenta cada uno como si fuese una película. Me confirma que esas sí son narraciones vívidas e interesantes.


Mi madre me leía cuando era pequeña, pero muchas veces, creo que la mayoría, inventaba relatos. Me dice que yo sufría si se le ocurría meter algún conflicto entre el pequeño ratoncito y el gato avispado. Allí debía cambiar la historia, so pena que yo, la sensible, pudiera llorar por los avatares ratoninos.

Mi mamá hoy escribe cuentos. Unas historias salpicadas de color local. Ella ahora escribe a sus 85 años en grandes cuadernos donde cada página numerada le habla de avances. Son relatos de animales humanizados, de familias con matices grises; de jóvenes que viven en el campo y sueñan con las maravillas de la ciudad. Me los cuenta con emoción y me explica cómo piensa en lo que escribe. Me plantea cómo inventa los personajes, me dice que algunas situaciones debe analizar bien cómo resolverlas porque a veces se traba y le parece que eso que quiere decir no es real. Escribe y deja reposar lo escrito: "Ahí llevo la historia de Julián... cocinándose a fuego lento. Mañana la agarro otra vez y sigo contando". Ella relee y tacha y agrega y se cuestiona cuánto cambio podría tener un personaje determinado con un problema específico.

Sus narraciones tienen enseñanzas: siempre hay alguien que guía, alguien que toma una lección de vida; para un entuerto, una resolución; tras un deseo, un logro. La escucho y veo el acto creativo en su pureza. Yo que estudié Letras, yo que sé de literatura, y es mi madre la que tiene más claro qué significa eso de pensar, sentir y narrar.

octubre 24, 2019

Todavía y siempre venezolanos

Quizá, cuando el final esperado aparezca, nos miraremos sin reconocernos.

Hemos sufrido tanto que nuestras lágrimas han cambiado nuestros rostros. Somos otros.

Tanta arrogancia nos ha pisoteado el ánimo que cuando nos encontremos seremos solo restos de quienes fuimos alguna vez.

Así nuestras pupilas verán apenas pedacitos de eso que fuimos reflejados en los charcos de esperanza de otros.

Seremos vacíos en vacíos, miradas a los mismos ojos perdidos entre recuerdos que insistimos en mantener.

Nos abrazaremos, incontenibles, y nos llamaremos venezolanos, eso nada más, como quien reconoce un estandarte muy a lo lejos y sonríe. 

Allí, de seguro, saltará alguien con la pregunta incómoda: ¿pero cómo llegamos a esto?



septiembre 14, 2019

Llenarse de buenas palabras


La correcta expresión no solo en redes sociales, sino en la vida real -la del apretón de manos y la mirada franca- es fundamental para comunicarse de manera efectiva. Más si se busca lograr un objetivo como emprendedor o quizá como un soñador con grandes planes.

Bien lo dice Rafael Cadenas en su maravillosa obra En torno al lenguaje que “el lenguaje actúa sobre el tenor de nuestro vivir, y ya eso es suficiente para apreciar su gravitante poder.” Todo lo que nos circunda está hecho de palabras, de mensajes que buscan motivar, convencer, persuadir. Algunos conmueven en la justa selección de sustantivos y verbos, y logran que cambiemos de punto de vista, incluso de ideales en un momento dado.

Empoderamos a alguien por el contenido de su decir. Con la lengua expresamos nuestro ser, pero también nuestro parecer. Nos hacemos cómplices o nos devenimos en testigos. Con nuestro idioma apelamos al sentido de patria, al valor de la empatía, a la solidaridad entre adjetivos poco grandilocuentes. En él hablamos de amor, confesamos nuestras penas, nos declaramos perdidos o nos elevamos irredentos ante una causa justa. Es desde nuestra lengua madre como nos acercamos al mundo y lo renombramos para hacerlo más vivible con las frases precisas que develan nuestra esencia.

Decía el filósofo inglés Ludwing Wittgenstein que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, es la realidad que describo en palabras y puede no ser la verdad real para otros, sin embargo es la que creemos y creamos para sí mismos.

El lenguaje nos hace humanos, la lengua nos une a iguales, sintonizados con lo que conocemos como valores, enlazados con principios y hermanados por derechos que nos protegen del desamparo. Si con la lengua podemos dar lo mejor de nosotros, que sea entonces un instrumento que se exprese pulcro, que dé un mensaje certero. Si llevamos adelante un proyecto de vida, si emprendemos en una idea, que las palabras sean precisas para mostrar lo confiable de eso que producimos, de aquello que ofrecemos como servicio, de eso que nos hace únicos como marca personal, si así fuese el caso.

Enfocarse en la expresión solo puede abrirnos puertas. Cuando pensamos sobre lo que deseamos decir las oportunidades de logro son mayores. ¿Qué deseo comunicar? ¿Cómo debería decirlo? ¿Cuánta palabra cuidada de significado bien expresado debo seleccionar para que mi mensaje cale, mueva a mi audiencia? Si estás en el mundo del mercadeo, la publicidad, los negocios, esas preguntas gravitan –o deben hacerlo- con regularidad.

¿Pero cómo nos llenamos de buenas palabras? ¡Leyendo! No hay otro recurso para la comunicación efectiva que ese. Desde las palabras embellecidas de la literatura hasta los libros de expertos en nuestra área de interés. Leer a los que saben más, indagar sobre las mejores prácticas en nuestro mercado.

Con la lengua paladeamos mejor el mundo de las palabras. Bien decir, ese es el lema de los que amamos comunicar.
¿Cómo te expresas tú?